El ictus es una de las experiencias más traumáticas que pueden ocurrirle a alguien. Son muy frecuentes, después del ictus, la ansiedad, los sentimientos de frustración, los cambios bruscos de estado de ánimo e incluso la depresión.
Entre un tercio y la mitad de los pacientes con ictus sufren depresión en algún momento, que puede manifestarse por sentimientos de tristeza o aislamiento, irritabilidad, trastornos del sueño e indiferencia hacia la terapia; el paciente tiende a rehusar toda actividad. Es importante mantener una vía de comunicación y permitirle expresar cómo se siente. Trate de que el reaprendizaje de tareas diarias sea una actividad relajante y recuerde que el progreso lleva tiempo. Intente ser positivo, pero realista. Si la depresión es intensa o persistente, su médico puede prescribir medicación que le ayudará a salir de ella.
Muchos pacientes, después del ictus, especialmente si se han sufrido varios en diferentes zonas del cerebro, pueden tener problemas de descontrol emocional: de pronto pueden echarse a reír a carcajadas y momentos después llorar desconsoladamente. Estas expresiones, en algunas ocasiones, reflejan exageradamente los sentimientos reales del paciente, pero en otras ocasiones son por completo ajenas a cómo se siente realmente. Esta situación se denomina labilidad o incontinencia emocional. Es importante que los familiares entiendan que se trata de una manifestación del ictus y que está completamente fuera del control del paciente; no hay que darle mayor importancia. Con frecuencia, esta situación mejora con el tiempo.
En algunos enfermos, especialmente si han sufrido varios ictus o tras una única lesión en ciertos lugares del cerebro o si ya había trastornos de memoria previos, puede producirse un importante deterioro intelectual, con pérdida de memoria, desorienta ción, dificultad a la hora de planificar acciones, alteraciones de la conducta y cambios en la personalidad. En algunos casos, este deterioro mejora parcialmente con el tiempo. Es importante que el paciente se mantenga en un ambiente conocido, que las actividades se realicen de la forma habitual, empleando el tiempo que precise, sin apremiarle y –sobre todo– que las personas que se encargan de su cuidado tengan paciencia.